



Quien pasa una noche en Sarajevo, despierto en su
cama, puede escuchar las voces de la oscuridad. Primero suena el reloj de la
catedral católica con su repique tenaz y recio: dos de la madrugada. Pasa un
poco más de un minuto (exactamente setenta y cinco segundos, lo conté) hasta
oír el toque del reloj de la iglesia ortodoxa, que da sus dos horas de la
madrugada. Un poco después, con la voz áspera y lejana, canta sus once horas el
sahat-kula, la torre reloj, de la mezquita del Bey, ¡las fantasmales y
singulares once horas turcas, según el calendario de las lejanas y desconocidas
partes del mundo!. Los judíos no tienen un reloj que suene, sólo el maldito
dios sabe qué hora tienen ellos, qué hora según los sefardíes, y qué según los
asquenazis. Así, por la noche, mientras todo duerme, contando las interminables
y tardías horas, las diferencias no duermen, las diferencias que separan a
estos hombres dormidos que, cuando están despiertos, se alegran o se
entristecen, comen a destajo o ayunan según cuatro calendarios, enojados entre
sí, y envían al cielo todos sus deseos y oraciones en cuatro lenguas de
iglesias diferentes. Y esa diferencia es a veces visible y abierta, a veces
invisible y pérfida, pero siempre similar al odio y muchas veces casi idéntica.
Ivo Andrich (1892-1975), Carta de 1920.
Premio Nobel de Literatura

Acuarelas de Tatjana Neidhardt.
"Sarajevo en el tiempo"