EN LAS TRIPAS DE ZELESTE
En el gríseo uniforme de aquella España, Barcelona fue un oasis y Zeleste su palmera, tal vez porque allí irrumpió entre excesos y burlas una
identidad propia, que se manifestó irremediablemente: protestona, combativa,
rebelde, vital y transgresora –no sólo políticamente antifranquista-. Zeleste
fue un lugar donde se vivía, se bebía y se estaba; acción porque promovió
trabajo creativo (diletantismo remunerado, también); trinchera porque cada acto
y cada día iban precedidos de toreo a las represivas ordenanzas, reglamentos y
costumbres que regían aquellos días. Con su neoexperiencia fue capaz de unir
efectividad en la creación de infraestructuras musicales y logísticas
complicadas.
Resalto en Fosforito* su habilidad, sorteando los represivos
vericuetos legales que impedían y coartaban la consecución de una Fiesta continua
y combativa, que anhelaba limpiar la ciudad de miedo, llenándola de pulsaciones
de alegría hasta niveles vehementes de entusiasmo.
ZELESTE fue un vuelo, con un despegue tan alto y exitoso que llegando
al límite peligroso me sorprendió no tener apenas conciencia de ello y… tal vez
sólo se pueda salir del “Todo prohibido” con el “Todo vale” (creo que Marianne
Faithfull dijo algo parecido, “Au fond de la Sienne il y a de l’eau…”), ya
luego depende del equilibrio o de ¡qué sé yo….! De cada cual.
Trabajaba en Zeleste, me divertí en Zeleste y dormía sobre el Zeleste.
Fui afortunada y arrollada. Entre ambas: montes, lagunas oceánicas, puentes y
barrancos. Mi memoria me sabotea, también parece misericordiosa.
El día podía empezar depositando en el Gobierno Civil una caja de
habanos para el entonces Exc. Gobernador Civil (hoy de muchas luces), correr al
puente aéreo para cambiar promesas de buen comportamiento por timbres de
autorización en el Ministerio de Información y Turismo (llamábanse los músicos)
(su acreditación: espectáculos y variedades), acudir a la comisaría y/o aduana,
donde retenían a algún músico, pongamos por caso de Rodesia o checoslovaco,
consideraban que sus instrumentos o aparatos musicales eran contrabando y a
pagar, ¡por supuesto!
Acarrearlos e instalarlos en la Ciudad Condal, llevar invitaciones a
políticos aún clandestinos pero ya vox pópuli futuros dueños de la ciudad
acompañadas de lindos envoltorios con marihuana dentro. Recoger a los músicos,
ponerlos a tono sin que se sobrepasaran (dependiendo de sus exigencias,
necesidades o en el caso de la cantautora balear, puros caprichos). ¡Ah, sí!,
nunca olvidé unirme a la fiesta en cuanto empezaban a sonar los primeros
acordes; seguir facilitando lo necesario a los vips del local, llevarme a
músicos a cenar a los varios drugstores
(que en aquel siglo pasado disponíamos). Acabar mi madrugada a puerta cerrada
en cualquier de los otros locales (a veces tugurios) del barrio, cuando no en
el mismo Zeleste, y dar antes de dormir los convenientes toques cosméticos a
los libros de contabilidad, para que el montaje de la gallina de los huevos de
oro continuara, continuara… Eso también (y agradezco desde aquí a los que lo
recuerdan), nunca permití que ningún músico, camarero o proveedor no cobrara.
Fui una esteticista financiera, en medio de un Mississippi de whiskies, nubes de humo, purísimo LSD y sexo
fraternal** a ultranza.
Zeleste irradió, modificó la atmósfera de Barcelona, una vez más el
mundo pasó por Barcelona. De María Schneider… a Lou Reed… de Víctor Jara… a los
líderes de la revolución de Berlín… de Passolini…. Al Cabrero.
Y nosotros de FIESTA.
La valentía y el desafío descarado a cualquier convencionalismo y la
facilidad con la que resolvíamos todo, me anestesiaron por completo de la
noción de peligro, aún cuando la inclusión de sustancias más fuertes empezó su
goteo de cadáveres, cerebros desencajados y mordiscos a la yugular.
Fue singular la importancia tanto de la gente que en esa sala entraba como la música que de allí salía. Parecía no haber barreras de ningún tipo entre músicos y oyentes. La iluminación, la hilaridad del público te permitía también estar, embriagada, sola… Cualquier estado de ánimo era O.K.
Cuando ZELESTE cursó “su quiebra” yo ya no era la esteticista
económica, ni la baby-sitter de los
músicos, ni siquiera la mona que repartía los dátiles de la palmera reina,
acabé siendo incapaz de garantizar (y menos firmar) que dos más dos resultaran
cinco.
Inaugurar el Estatuto del Trabajador me aseguró una cierta integridad
física.
Cuando el ZELESTE de Argentería murió, yo ya lo había hecho un
poquitín antes, en plena fiesta ¡por supuesto! Quizás por esto, y aunque corre
alguna laguna, he regresado y sigo durmiendo encima de la vieja sala,
recordando aquella conversión de fiesta en libertad, lo que nos hizo libres y
preguntando:¿es la fiesta quien ahuyenta el miedo? ¿Es en su ausencia donde
encontramos vida?
Suerte Amparo, la nuestra.
Y suerte te deseo a ti, “mi negra Marta”
*nombre proveniente de un magnífico corte de pelo “mechero” en el
Kike’s.
** muy repartido