El poeta Luigi Amara formaba parte de ese grupo empeñado en “estropear todo momento, de felicidad y
aun de tristeza, con la dinamita temible del bostezo”
Escribe Mar Abad, en Yorokobu:
Todo
salió de un bostezo. Alguien estiró sus fauces todo lo que daban de sí y
de ahí nació una filosofía. Arrancó entonces el movimiento y de él
surgió un manifiesto.
La Internacional Bostezante duró lo mismo que un abrir y cerrar de
boca. Asomó un día entre los pliegues del sillón que hacen esponjosas
esas conversaciones entre amigos en las
que cualquier pensamiento es pura plastilina y murió en el momento que
alguien alertó de que la pasión con la que bostezaban al mundo había
dado la vuelta a su esencia. Los ‘bostezantes’, sin quererlo, empezaban a
actuar como activistas.
Habían
decidido hacer del bostezo un sable e “irrumpir en el fastidio de lo
cotidiano con arrogancia, como una arcada hiperbólica”. Un saludo por la
calle iría
acompañado de un bostezo. Una declaración de amor tendría un bostezo
demoníaco como respuesta. La butaca del teatro sería el trono de una
sucesión infinita de bostezos. “Decididamente”, escribe
Luigi Amara, “se trataba de un programa de ascendencia punk”.
El
ensayista y editor mexicano formaba parte de ese grupo empeñado en
“estropear todo momento, cualquier ocasión de regocijo y esperanza, de
felicidad y aun de
tristeza, con la dinamita temible del bostezo”.
Ese
“movimiento efímero y sin futuro” nació de la pesadumbre del
“descreimiento de cambio social” y la “falta de esperanza política”. Los
fundadores de esta internacional
rondan los 40 años y sus pensamientos se forjaron en la sombra de unos
padres que protagonizaron la esperanza del 68. “Nos sentimos como si no
hubiera nada que hacer. Es un ánimo sombrío e individualista”, relata
Amara
sobre los pliegues de un antiguo sillón en un café de México DF. “El
sistema nos comió. Aquel día hablábamos de que, quizá, de esa apatía
pudiera surgir algo. Decidimos que había que tocar fondo
y, de tanto aburrimiento, tendría que salir algo. Pensamos que de la
sequía podría emerger la revolución”.
LA APARICIÓN
No emergió. Pero, al menos, queda “una estela” de ese movimiento que duró “lo que una burbuja de jabón” en un libro titulado
La escuela del aburrimiento.
Amara empezó a escribirlo un día en que el tedio llegó, se sentó y se
acomodó, plácidamente, en la
poltrona. El poeta mexicano lo descubrió, en su habitación, por
sorpresa. “Encontré al aburrimiento echado en mi sillón, las manos
detrás de la cabeza, desparramado a sus anchas. Estaba allí, se diría
que esperándome, aunque en realidad no parecía esperar
ya nada de nada. Me miraba fijamente como si él no estuviera allí, en
mi propio sillón, con esa pinta desenfadada de inquilino incómodo, con
ese aire de desafío que adoptan los que ya no piensan irse nunca de la
casa”.
El
tedio se había hecho con todo el espacio pero el ensayista no encontró
el ángulo en el que dos fuerzas se miran frente a frente. “Había algo en
su presencia
bostezante que me hacía sentir un intruso. Algo en sus facciones, en su
manera insistente y hueca de mirar, me arrastraba hacia un extraño
abismo de somnolencia”.
La
convivencia era un fastidio. Amara estiraba el tiempo fuera de su
departamento para no aguantar su aliento. Pero el intruso no se iba.
“Como estaba claro que
no tenía intenciones de marcharse y ya en el sillón se había marcado su
contorno, la tibia insolencia de su peso, decidí probar a hacer su
retrato”. Llevó diez años dibujar su estampa. El escritor intentó
desnudarlo sin piedad. Buscó su rastro en los escritos
de filósofos y literatos de todos los tiempos. Lo buscó en soledad
encerrándose con él y lo buscó entre la multitud viajando a la capital
mundial del tedio. El informe final consta de casi 300 páginas tituladas
La escuela del aburrimiento.
LA PESQUISA
El
tedio se halla amenazado de muerte. “Se encuentra a un paso de ser
desterrado de la superficie del mundo”, escribe Amara. “El frenesí se ha
apoderado de casi
todas las actividades, el vértigo atraviesa las emociones, cada día
sale a la venta un nuevo artilugio para matar el tiempo. Más
información, más simultaneidad, más aceleración y más enlaces (…). La
diversión elevada a un deber”.
El
poeta cuenta que empezó a interesarse por esta sensación porque
descubrió que “es un estado del alma desclasado. No tiene el pedigrí de
la melancolía y, sin
embargo, siempre está ahí”. Hoy es un enemigo al que vencer, pero ¿lo
fue siempre? El escritor arrancó de esa cuestión. “Me preguntaba si
había una comunidad de aburridos a lo largo de la historia”. La
respuesta para el mexicano fue sí. “Hay descripciones
tan vívidas de monjes de la antigüedad que es imposible que no
existiera el aburrimiento”, dice. “Séneca hablaba del
taedium vitae, la triste y agria paciencia con que los hombres soportan su propia ociosidad”.
La
sensación existía pero, según Amara, la condensación de este sentir en
una palabra es reciente. Ocurrió en el siglo XVIII y “está ligada a la
revolución industrial”.
El capitalismo se ocupó de elevarla al peor mal en
la Tierra y construyó imperios destinados a combatirla. “Hay un latido
político-económico detrás. La publicidad se encarga de que no te aburras
nunca y realices actividades que te obliguen a consumir. Hemos perdido
muchas cosas importantes
en nombre de la diversión”, indica. “Piensa en un invierno de
la Edad Media. No hacían nada pero se las apañaban para estar
mentalmente activos. No tenían el estrés de hoy por tener una actividad
incesante”.
“La
boca del aburrimiento abriéndose hasta formar un bostezo colosal que
amenaza con engullirnos”, antes, no daba miedo, según Amara. Hoy da
pavor. La civilización
actual “ha llegado a la cúspide de su ansiedad”. El libro declara que
“el trabajo está por encima del ocio, el entretenimiento por encima de
la contemplación, el estruendo por encima del silencio. Y todo porque
cada vez estamos menos capacitados para soportarnos
a nosotros mismos”. Algo así como estrujar al máximo lo que Pascal ya
dijo en el XVII: “El yo es odioso”.
EL EXPERIMENTO
Hay
algo de cazador de fantasmas en el que busca el alma del tedio. Algo de
cazador de tormentas. Algo de cazador de monstruo de las nieves. Amara
decidió convertirse
en “el caldo de cultivo del aburrimiento” para bajar hasta sus más
profundas catacumbas. Allí podía estar el corazón de la bestia. El autor
recordó las ‘cabañas filosóficas’. Esos lugares remotos donde se han
alojado cientos de pensadores a lo largo de la
historia para huir del zumbido enfangado de la civilización.
Henry David Thoreau
huyó al bosque en la primavera de 1845. El estadounidense se encerró
para buscarse
a sí mismo y nueve años después publicó los pensamientos nacidos de
esta autoimpuesta autarquía en Walden. El libro deja ver “referencias
continuas sobre la melancolía y el aburrimiento, o más bien sobre su
notoria disminución y ausencia, pues lo que descubre
Thoreau es que quien regula sus días conforme a sus deseos y según la
mejor forma de vivir a su alcance —arando, como quien dice, el campo de
sus propios intereses— no puede aburrirse ni caer presa de los vapores
de la bilis negra”, escribe Amara. “Para alguien
dispuesto a abandonarse a merced de sus pensamientos, que no permite
que sus horas sean carcomidas por el tic-tac del reloj, que ni siquiera
para mientes en cómo transcurren los minutos, no hay paisaje más
apasionante que el mapa en blanco de su propio interior
en la tarea de reinventarse”.
EL CLAUSTRO
“Declaro
que fue una mañana de domingo cuando decidí mirar de frente al monstruo
del aburrimiento y encerrarme en mi cuarto. (…) Era verano, las moscas
se paseaban
por el aire inmortal, y con la intención de situarme en el lado
correcto de la habitación doble de Baudelaire, ya liberado de las
preocupaciones y de toda carga, eché llave a la cerradura”.
Amara
iba a pasar 40 días a puerta cerrada. Aunque dejó una ventana abierta
por si el tedio quería pasar. “Decidí que fueran 40 días, como la
estancia de Cristo
en el desierto”, relata. “Era un experimento para ver si el
aburrimiento tenía algo que decirme”. El ensayista lo haría en silencio.
Sin aclamar su hazaña. “No era necesaria ninguna aclaración, ninguna
carta de despedida. No tenía objeto que mi repliegue estuviera
marcado por el énfasis, como un oso que anuncia a los cuatro vientos el
inicio del invierno en pleno mes de agosto. Simplemente desaparecería”.
Haría lo que Pessoa recomendó en su Libro del desasosiego: “Vuélvete
para los demás una esfinge absurda. Enciérrate,
pero sin dar un portazo, en tu torre de marfil. Y tu torre de marfil
eres tú mismo. Desprécialo todo, pero de modo que el despreciar no te
cause molestias. No te juzgues superior a tu despreciar. El arte del
desprecio está en eso”.
La preparación del retiro emocionó al autor tanto como el que organiza una expedición a tierras ocultas. Enarboló la frase de
Tristan Tzara:
‘Hay que bajar al barranco que es dios cuando bosteza‘, y apuntó:
“siguiendo sus pasos, mi cometido era descender a ese barranco
monstruoso, que imaginaba de las proporciones
de una falla geológica; pasar el tiempo a solas, sin más compañía que
la de una vela encendida y sin más recuerdos que los que yo mismo, por
medio de la imaginación y el pensamiento, pudiera brindarme. Enroscarme
en mi privilegio de silencio. Y tal era el
entusiasmo que me despertaban los preparativos de mi plan que estuve a
punto de repetir en voz alta aquel parlamento invaluable de Hamlet:
Pudiera ser prisionero de una nuez y sentirme rey del espacio infinito”.
Esa
infinitud estaría solo en su cabeza porque, para empezar, limitó su
mundo a las paredes de su habitación. “Primera medida: desterrar de mi
cuarto la hiperconectividad,
quemar las naves del océano telemático. Desconectar el teléfono y la
televisión, bloquear internet, todos los cables de interconexión que
pudieran salvarme de la isla desierta de mi cuarto”. Lo que sí se
permitió fue un buen puñado de pensamientos. Diez libros
para 40 días. “Lo comparo con Robinson Crusoe”, indica el ensayista.
“Creo que es una novela sobre el aburrimiento y la desesperanza de un
hombre. Él, al menos, tenía libros. Entonces pensé que yo también podía
tenerlos”.
El
tiempo, incluso con libros, se estiraba como una masa pegajosa pegada a
la piel. Amara empezó a elaborar listas: ‘cosas monótonas que no
producen fastidio’,
‘incidentes minúsculos’…
LA INTOXICACIÓN
Del
desierto de su habitación pasó al desierto de neón. De las horas vacías
pasó a las horas abarrotadas. Amara se fue siete días a Las Vegas, “la
ciudad más
iluminada y sombría del mundo”, “la llamada superpotencia del
entretenimiento”. Allí “todo está hecho para que no te aburras”,
comenta, “pero te das cuenta de que llamamos diversión a lo que no es
más que aburrimiento. Soportamos largas colas, las personas
frente a las tragaperras tienen caras impasibles… Parece que hay
bullicio pero, en realidad, no hay nada”.
El
derroche de luz artificial y el ruido estrepitoso pretenden silenciar
el vacío. O, como escribe Amara, “solo una ciudad sombría y desolada
precisa de millones
y millones de kilovatios que contrarresten su verdadera naturaleza
interior”. Aunque todo es cartón piedra y está absolutamente medido. Los
casinos están alumbrados en un atardecer eterno y no hay ningún reloj
que insinúe que podría haber un fin. En Las Vegas
“la sensación de libertad y desenfreno corre sobre un riel engrasado
(…) En el desierto de Nevada hay que adorar en todo momento al dios
pagano del fun”.
Dice
Amara que después de sus viajes fuera y dentro de sí cree haber
descubierto que “el aburrimiento está ligado a la falta de sentido”.
“Incluso que la carga
más desesperante deja de ser fastidiosa si tiene sentido para ti. La
clave es estar implicado y mentalmente involucrado con una actividad. Es
un desgaste del sentido y a la vez la presión de encontrar sentido a
las cosas”, indica. “Hay también un cierto malestar
aprendido. Hay toda una carga publicitaria y política detrás”.
El
tedio no es el enemigo. Pudiera ser incluso un aliado. Amara cree que
“hay que aprender a vivir apasionadamente aun el aburrimiento”. Porque,
como escribió
el matemático, filósofo e historiador Bertrand Russell en
la Inglaterra del XX, “una generación incapaz de soportar el
aburrimiento será una generación de hombres pequeños, de hombres
excesivamente disociados de los lentos procesos de la naturaleza, de
hombres en los que todos los impulsos vitales
se marchitan poco a poco, como las flores cortadas en un jarrón”.
Las Vegas
Nada
es tan insoportable para el hombre como estar en pleno reposo, sin
pasiones, sin quehacer, sin cuidado. Siente entonces su nada, su
abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío. Al
punto saldrá del fondo de su alma el tedio, el entenebrecimiento, la
tristeza, el mal humor, el despecho, el desespero.
(Pascal)
Contra el tedio hasta los propios dioses luchan en vano.
(Nietzsche)
El
patrimonio que más nos pertenece: las horas en las que no hemos hecho
nada… Son ellas las que nos forman, las que nos individualizan,
las que nos vuelven desemejantes. (Cioran)
Una de las piedras de toque más seguras para conocer la fuerza de un hombre es su capacidad para resistir el aburrimiento.
(Pla)
El
tiempo que las necesidades físicas nos deja libre es bastante poco, y
solo los mentecatos dejarían pasar los breves instantes, los días
o los meses, haciendo cosas inútiles, hablando de cosas vanas y
pensando en cosas superfluas: viviendo, en fin, una vida estéril. (Kenko)
Como si pudiese matar el tiempo sin dañar la eternidad.
(Thoreau)
Si
algo resulta aburrido después de dos minutos, prueba durante cuatro. Si
continúa siendo aburrido, prueba durante ocho, dieciséis, treinta
y dos, etcétera. Uno descubre eventualmente que no es aburrido en
absoluto, sino muy interesante. (John Cage)