En la estación de Vitebsk, entre un puesto
pequeño de souvenirs y un estanco en el que venden tabaco para liar Occidental
Fuerte, hay un comercio de despedidas.
Allí, los viajeros solitarios eligen la que mejor
se acomodará a su partida de acuerdo con su estado de ánimo y con sus
posibilidades económicas.
Por una cantidad ciertamente razonable, en él se puede encontrar desde el apretón
de manos formal y económico de un conocido reciente hasta el abrazo sincero de
un amigo muy querido, también la despedida emocionada en el andén de una
familia al completo, con sus abrígate mucho y sus llama cuando llegues, sus lamentos y su llanto
inconsolable, en el que se empeñan a conciencia cinco intérpretes de sólida
formación actoral y diferentes edades.
La despedida más solicitada es sin embargo el
beso con abrazo prolongado de una bella enamorada. Su ternura susurrada deja en
nuestra solapa un leve rastro de jazmines que tarda varios kilómetros en
desaparecer.
Promesas de inmediato reencuentro, juramentos de
fidelidad y llamada diaria, se acompañan de los lógicos reproches por la
indeseada partida, que conceden verosimilitud a la escena.
Por un insignificante suplemento, la enamorada
caminará unos metros por el andén en paralelo al tren, con su mirada emboscada
en la nuestra, pronunciando palabras de amor que no podremos escuchar, porque
lo impedirá el el traqueteo creciente
del tren y la indudable emoción del momento.
El arrullo de los adioses elegidos acompaña a los
viajeros buena parte del trayecto, reconfortando su sueño con una levemente
dolorosa, aunque necesaria, sensación de desarraigo.