De vez en cuando nos enfrentamos a una montaña o a una ruta determinadas y no salimos airosos del intento. Quizás hemos hecho un derroche de recursos diversos como ilusión, fuerza, tiempo, dinero, incluso intentos repetidos... Y así todo no responde como esperamos y nos “vuelve la espalda”. Podemos tener la tentación de pensar que nos ha defraudado, en el sentido de que no ha respondido a las expectativas que habíamos depositado en ella. Es una tentación humana, casi diría que legítima, y yo soy el primero que he caído en ella más veces de las necesarias; y se te queda una sensación de frustración, según cómo desesperante por su intensidad, aunque dure afortunadamente poco. Pero que sea humano y legítimo no equivale a que sea recomendable ni “justo”, en el sentido de “exacto”, de ajustado a la realidad. En absoluto. En cuanto analizas dos veces tus sentimientos comprendes que es ridículo sentirse defraudado.
La montaña, entre otras muchas virtudes, tiene la de saber ponerte en tu sitio. Es algo esencial, porque tendemos a olvidarlo con excesiva frecuencia en nuestra vida cotidiana. Y una de las maneras de ponerte en tu sitio es hacerte comprender que ella no te defrauda, sino que eres tú el que ha acabado cometiendo una serie de fallos de previsión, de preparación, de apreciación, de ejecución... Los montañeros solemos saber esto, y por tanto llegamos con facilidad a la conclusión de que la montaña no nos defrauda jamás. Es cierto, la montaña no nos defrauda jamás, incluso cuando muestra su faz más despiadada, y no lo hace porque los que la conocemos y la amamos nunca esperamos de ella nada que no sea capaz de ofrecernos más allá de su propia forma de ser, de su propia naturaleza. Sólo puede defraudarte aquello de lo que has esperado obtener más de lo previsible, aquello de lo que esperas unas prestaciones desmesuradas e incluso absurdas teniendo en cuenta su forma de ser o estar; o aquello en lo que cifras erróneamente la superación de tus propias circunstancias y limitaciones. Y no se cometen estos errores con la montaña, no te deja: aunque a veces pueda ser extremadamente generosa, ante todo es rigurosamente ecuánime y nunca pierde la cuenta de lo que pones de tu parte al acercarte a ella. Y, como Naturaleza que es en estado puro, nunca deja de restregarte desapasionadamente ante los ojos tus propias carencias, ya sean psicológicas, físicas, técnicas... Incluso es capaz de descargar sobre ti la mayor ferocidad sin comerlo ni beberlo, azarosamente, está en su naturaleza... Aunque tampoco se priva en general de recompensarte si has hecho los méritos adecuados... Los montañeros sabemos todo esto, y por eso sabemos también que el trato con ella siempre es justo y no permite escudarnos en pretextos ni en excusas. Nuestra relación con ella es limpia y pura, de una sinceridad apabullante que nos conciencia humildemente de nuestros errores y límites, y también de nuestra capacidad para superarlos a veces... Una relación en la que la decepción no tiene cabida.
Deberíamos poder afirmar lo mismo de nuestras relaciones con
nuestros semejantes. Oigo habitualmente cómo las personas se quejan de que
fulanito o menganito les ha defraudado, les ha decepcionado. A menudo lo dicen
además como tratando de culpabilizar a aquél que no estuvo a la altura de las
expectativas creadas, según ellos.... Siempre les digo que reflexionen sobre si
la culpa no es de ellos mismos, por poner infundadamente demasiadas esperanzas
en tal o cual persona sin tener en cuenta los fallos propios, por ser demasiado
exigente con el otro y demasiado poco con uno mismo... A mí prácticamente
nadie, en mis casi cincuenta años de vida, me ha defraudado de verdad todavía:
supongo que porque casi nunca he cometido el error de esperar nada de nadie más
allá de lo que creo que puedo esperar de su naturaleza o de su forma de ser...
Y no lo digo para fomentar la desconfianza o la desafección hacia los demás, en
absoluto, porque una cosa es querer o amar, y otra muy distinta pretender que
se haga o que suceda lo que esperas: es cuestión de relacionarse, disfrutar e
incluso querer sin esperar nada más allá de lo que vaya sucediendo, a ser
posible con respeto, paciencia y sin juzgar.... Y si acaso dejarlo correr, pero
sin reproches. Culpar a los demás por tu decepción, manifiesta primeramente un
error grave de apreciación por tu parte, en segundo lugar una actitud cobarde
por no asumir tus propias responsabilidades y desplazarlas hacia otros, y en
tercer lugar que tu dependencia de los demás tal vez roce lo insano y te impida
crecer. Sólo después de haber reflexionado a fondo sobre estos tres elementos,
de haber tomado buena nota, y si aún quedara algún resquicio de responsabilidad
por depurar, podríamos empezar con las exigencias a los demás, con las clásicas
listas de agravios del estilo de que fulanito es tal, o cual, o pascual, o me
ha hecho esto o lo otro... Ah, las listas de agravios... Las carga el diablo y
son una camino directo hacia la infelicidad.