Este articulo de Vargas Llosa es del pasado 1 de julio y el proyecto de ley uruguayo del que habla se votará la próxima semana.
Poco a poco, la batalla por la legalización de las drogas va
abriéndose camino y haciendo retroceder a quienes, contra la evidencia misma de
los hechos, creen que la represión de la producción y el consumo es la mejor
manera de combatir el uso de estupefacientes y las cataclísmicas consecuencias
que tiene el narcotráfico en la vida de las naciones.
Hay que aplaudir la
valerosa decisión del gobierno de Uruguay y de su presidente, José Mújica, de
proponer al Parlamento una ley legalizando el cultivo y la venta de cannabis.
De ser aprobada —lo que parece seguro pues el Frente Amplio tiene mayoría en
ambas cámaras y, además, hay diputados y senadores de los partidos de
oposición, Blanco y Colorado, que aprueban la medida—, ésta infligirá un duro
revés a las mafias que, de un tiempo a esta parte, utilizan a ese país no sólo
como mercado de la droga sino como una plataforma para exportarla a Europa y
Asia. Esta ley forma parte de una serie de disposiciones encaminadas a combatir
la “inseguridad ciudadana”, agravada de un tiempo a esta parte en Uruguay, al
igual que en toda América Latina, por la criminalidad asociada al narcotráfico.
“Alguien tiene que ser el
primero”, declaró el presidente Mújica a O’Globo, de Brasil. “Alguien
tiene que empezar en América del Sur. Porque estamos perdiendo la batalla
contra las drogas y el crimen en el continente”. Y el ministro de Defensa de
Uruguay, Eleuterio Fernández Huidobro, señaló, como razón central de este paso
audaz, que “la prohibición de ciertas drogas le está generando al país más
problemas que la droga misma”. No se puede decir de manera más lúcida y concisa
una verdad de la que tenemos pruebas todos los días, en el mundo entero, con
las noticias de los asesinatos, secuestros, torturas, atentados terroristas,
guerras gansteriles, que están sembrando de cadáveres inocentes las ciudades
del mundo, y el deterioro sistemático de las instituciones democráticas de los
países, cada día más numerosos, donde los poderosos cárteles de la droga
corrompen funcionarios, jueces, policías, periodistas y a veces deciden los
resultados de las justas electorales. La prohibición de la droga sólo ha
servido para convertir al narcotráfico en un poder económico y criminal
vertiginoso que ha multiplicado la inseguridad y la violencia y que podría muy
pronto llenar el Tercer Mundo de narcoestados.
Según las primeras
informaciones, este proyecto de ley pondrá en manos del Estado uruguayo el control
de la calidad, cantidad y precio de la marihuana y los compradores deberán
registrarse y tener cumplidos 18 años de edad. Cada comprador podrá adquirir un
máximo de 40 porros al mes y los impuestos que graven la venta se emplearán en
tratamientos de rehabilitación y de prevención y en la creación de un centro de
control de calidad del producto. En un comentario a la iniciativa uruguaya que
leo en Time Magazine, por lo demás muy favorable a la medida, se
recuerda el mal administrador que suele ser el sector público, y con buen
juicio se deplora que no se deje en libertad al sector privado de llevar a cabo
esta tarea, eso sí, bajo una estricta regulación.
En ese mismo ensayo se examina
lo ocurrido en Portugal, donde desde hace una decena de años se legalizó de
manera parcial la marihuana sin que ello haya traído consigo el aumento del
consumo de drogas más fuertes, que es lo que suelen alegar que ocurrirá los que
se oponen de manera irreductible a la legalización de las llamadas drogas
blandas. Time Magazine recuerda además que, según las últimas
encuestas, un 50% de los ciudadanos de Estados Unidos se declaran a favor de la
legalización del cannabis. Extraordinaria evolución cuando uno recuerda la
tempestad de críticas, y hasta de injurias, que recibió hace algunas décadas
Milton Friedman cuando defendió la legalización de las drogas y predijo el
absoluto fracaso de la política de represión en las que los gobiernos de
Estados Unidos han gastado ya muchos billones de dólares.
El Gobierno del Uruguay,
al atreverse a legalizar la marihuana, hace suyos muchos de los argumentos y
estudios que viene difundiendo la Comisión Latinoamericana de Drogas y
Democracia, que encabezan los expresidentes Fernando Henrique Cardoso de
Brasil, César Gaviria de Colombia y Ernesto Zedillo de México, y de la que yo
mismo formo parte con otras 18 personas, de distintas profesiones y quehaceres,
de la región. Recibida al principio con reticencias y preocupación, y a veces
duras críticas, esta Comisión ha ido ganando audiencia y respetabilidad por la
seriedad de sus trabajos, en los que han participado siempre especialistas
destacados, por su espíritu dialogante y la clara vocación democrática que la
inspira.
El problema de la droga ya
no sólo concierne a la salud pública, al descarrío de tantos niños y jóvenes a
que muchas veces conduce, y ni siquiera a los terribles índices del aumento de
la criminalidad que provoca, sino a la misma supervivencia de la democracia. La
política represiva no ha restringido el consumo en país alguno, pues en todos,
desarrollados o subdesarrollados, ha seguido creciendo de manera paulatina, y
sí ha tenido en cambio la perversa consecuencia de encarecer cada vez más los
precios de las drogas. Esto ha transformado a los cárteles que controlan su
producción y comercialización en verdaderos imperios económicos, armados hasta
los dientes con las armas más modernas y mortíferas, con recursos que les
permiten infiltrarse en todos los rodajes del Estado y una capacidad de
intimidación y corrupción prácticamente ilimitada.
Lo ocurrido en México es
sumamente instructivo. El presidente Calderón, consciente del enorme riesgo
para el funcionamiento de las instituciones que representaba el narcotráfico,
decidió combatirlo de manera frontal, incorporando al Ejército a esta lucha.
Los 50.000 muertos que esta guerra lleva ya en su haber no parece haber hecho
mayor mella en las actividades criminales de los mafiosos, ni haber disminuido
para nada el consumo de drogas blandas o duras en la sociedad mexicana, y sí,
en cambio, ha desatado una creciente desesperanza y decepción hacia el
gobierno, al que se reprocha incluso, con dureza, “haber declarado una guerra
que no se podía ganar”. ¡Fantástica conclusión! ¿Había, pues, que bajar los
brazos, rendirse, mirar para otro lado, y dejar que los pistoleros y
traficantes de la droga se fueran apoderando poco a poco de todas las
instituciones de México, que pasaran a ser ellos los verdaderos gobernantes de
ese país?
Evidentemente, ésa no
podía ser la solución. ¿Cuál entonces? La que, con gran mérito, está
emprendiendo el gobierno uruguayo. Cambiar de táctica, pues la puramente
represiva no sirve y es contraproducente, ya que beneficia a la mafia, a la que
enriquece y confiere más poder. En las actuales circunstancias, la primera
prioridad no es poner fin a la producción y al consumo de drogas, sino acabar
con la criminalidad que depende íntimamente de estas actividades. Y para ello
no hay otro camino que la legalización.
Desde luego que legalizar
las drogas implica riesgos. Deben ser tomados en cuenta y combatidos. Por ello,
quienes defendemos la legalización siempre subrayamos que esta medida debe ir
acompañada de un esfuerzo paralelo para informar, rehabilitar y prevenir el
consumo de estupefacientes perjudiciales para la salud. Se ha hecho en el caso
del tabaco y con bastante éxito, en el mundo entero. El consumo de cigarrillos
ha disminuido y hoy día quedan pocos lugares donde los ciudadanos no sepan los
riesgos a los que se exponen fumando. Si quieren correrlos, sabiendo muy bien
lo que hacen, ¿no es su derecho hacerlo? Yo creo que sí y que no está entre las
funciones del Estado impedir a un ciudadano que goza de sus facultades llenarse
los pulmones de nicotina si le da su real gana.
Siempre he tenido una gran
simpatía por el Uruguay, desde el año 1966, en que fui a Montevideo por primera
vez y descubrí que América Latina no era sólo una tierra de gorilas y
terroristas, de revolucionarios y fanáticos, de explotadores y explotados, que
podía ser también tierra de tolerancia, coexistencia, democracia, cultura y
libertad. Es verdad que Uruguay pasó a vivir luego la atroz experiencia de una
dictadura militar. Pero la vieja tradición democrática le ha permitido
recuperarse más pronto que otros países y hoy, quién lo hubiera dicho, bajo un
gobierno de un Frente Amplio que parecía tan radical, y un presidente de 77
años que fue guerrillero, es otra vez un modelo de legalidad, libertad,
progreso y creatividad, un ejemplo que los demás países latinoamericanos
deberían seguir.
© Mario Vargas Llosa, 2012.© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2012.