Íbamos a bordo de un Express boat, unos barcos rápidos de morro afilado e interior similar
a un autobús, que realizan el trayecto entre Kuching y Sibu. Por indicación de
un empleado, los pasajeros íbamos dejando el equipaje
a la entrada, de tal forma que, al poco tiempo, aquello era una montaña
de bolsas y maletas superpuestas unas encima de otras.
Bueno, pues nada más pillar
sitio, empezamos a sentir cómo un frío gélido iba
traspasando poco a poco nuestra epidermis e instalándose en nuestras entrañas,
mientras caíamos en la cuenta que, por desgracia, la única prenda de abrigo
que llevábamos a mano era un chubasquero, ya que el resto estaba en nuestro sepultado
equipaje. Éramos los únicos occidentales del barco y nos parecía alucinante
observar que el resto de pasajeros, mayormente en manga corta y chanclas, permanecían ajenos a nuestra percepción
térmica y no parecían dar la menor muestra de congelación. Luego, en Sibu,
vimos que algunos tenderetes nocturnos y tiendas vendían, en pleno Borneo,
jerseys y anoraks. ¿Para qué demonios necesitas un anorak en el trópico? Ahí comprendimos
que los propietarios deben estar sin duda conchabados con los dueños de los Express
boats. Si no, no se explica.
Bueno, pues al cabo de un buen
rato, y ya con la musculatura entumecidísima,
se nos ocurrió probar suerte en otros asientos, a ver si no azotaba
tanto el rigor invernal. Y mira, tuvimos algo de suertecilla con el cambio. Y
digo ‘algo’ porque, sin saberlo,
cambiamos también de problema, sobretodo el pobre Pep.
Estábamos comiendo unos sándwiches de pavo y queso (los únicos que habíamos conseguido hasta entonces, ya que en ruta sólo comíamos normalmente fruta y una especie de bollicaos) cuando, de repente, unas respingonas antenas empezaron a asomar por las rendijas del recubrimiento de skay de los asientos delanteros. Inmediatamente, una tropilla de pardas y relucientes cucarachas empezaron a surgir ante nuestros atónitos ojos, siguiendo a la jefa exploradora y atraídas por el olor a comida. Ante semejante visión, Pep se levantó como un resorte, preso de un ataque de fobia, y despotricando contra esas "repugnantes criaturas, vestigios del pleistoceno". Después de cerciorarse de que aquellos monstruos no se le habían subido por las perneras de los pantalones, se plantó como un poste en medio del pasillo, con los bajos de los pantalones pillados con los calcetines, no fuera a ser que…. Mientras, yo no quitaba ojo a las guaridas de los bichitos pleistocénicos y, en cuanto asomaban sus atrevidas antenas, me contorsionaba lo indecible para pisotearlas con saña.
Se nota, por cierto, que las cucarachas malayas no sufren la persecución y exterminio de sus colegas occidentales, a juzgar por lo poco desarrollado que tienen su instinto de conservación ante la presencia humana. En lugar de vivir escondidas o salir de estampida, éstas incluso se paseaban tranquilamente por los brazos de los somnolientos viajeros locales para mayor horror y asco de Pep. Ante esta evidente falta de ejercicio, no me extraña que ofrezcieran ese aspecto tan robusto y supervitaminado. Recordaba que, días atrás, una noche en que íbamos paseando por una calle de Kuala Lumpur mal iluminada, empezamos a notar algunos crecks bajo la suela de las sandalias, al estilo de alguna escenita de Indiana Jones, y al poco comprendimos que se trataba de esos bichejos de marras que, como digo, parecían llevarse muy bien con la especie humana local.
Al llegar a Sarikei tuvimos
que cambiar de barco, ya que ahora habíamos dejado el mar del Sur de la China y entrábamos en el río
Rejang. Hicimos el cambio en medio de un guirigay muy considerable, luchando a
brazo partido por recuperar nuestro equipaje y saltando directamente de un
barco a otro, cual pirata al abordaje. Claro que, tratándose de las tierras del
legendario Sandokán, parece que no quedaba más remedio….
Nos introdujimos en una
especie de lata de sardinas claustrofóbica donde, no sin cierta intranquilidad,
Pep procedió a inspeccionar los asientos hasta
cerciorarse de que, esta vez, no parecían albergar esas repugnantes okupas.
Pero ... sic transit gloria mundi. Al arrancar el motor, el barco
comenzó de pronto a vibrar lo indecible y con él nuestras meninges, que
permanecerían en ese penoso estado durante el resto del día, incluso después de
tocar tierra.
Nuestros globos oculares no
paraban de bailotear dentro de sus órbitas al ritmo de los zumbidos
incontrolados del barco, a la vez que el paisaje se
movía a nuestros ojos a través de las claraboyas como una averiada pantalla de
TV de los 70. Íbamos remontando el río Rejang que, al igual que otros
ríos malayos, es una autopista fluvial
color marrón. Y es que la tala ha cambiado el color de los ríos, en otro
tiempo azulados y hoy cobrizos, fruto del consabido arrastre de tierras que
producen las fuertes e intensas lluvias al caer sobre la tierra desprotegida de
su paraguas vegetal.
Por este culebrón chocolateado
circulaban otros barcos cargados de mercancías, entre las que abundaba sobretodo
el transporte de enormes troncos de árboles de la notable industria maderera.
Y, para redondear la jornada,
el trayecto fue amenizado de nuevo con películas chinas plagadas de violencia oriental, a base de
toda clase de mamporros y artes marciales. Poco importaba no conocer la lengua
para captar el argumento de la película, en la que no faltaba la consabida chica,
cuya aparición en escena iba acompañada de una música suave y tierna de violines
que contrastaba con los aullidos y mamporrazos de los protagonistas masculinos.
Esta música también preludiaba las escenas amorosas más tiernas, consistentes básicamente
en un intercambio de intensas y apasionadas miradas chico-chica y para de
contar.
Y en ese estado lamentable
llegamos a Sibu, donde tuvimos que echar mano de la poca energía que nos
quedaba para buscar algún hotelito donde dormir y recuperarnos de la jornada
más agotadora de todo el viaje a Malasia.
Días más tarde, decidimos
gastarnos algo más de pasta y hacer el viaje de regreso a Kuching por aire en
un Fokker, ese avión bimotor que, aunque también se movía lo suyo, no tenía los
inconvenientes de los dichosos barquitos.
Creo que en mi vida he pasado tanto frío indoors como en el trópico malayo.