Sé
de un lugar donde el sol y la sierra se aman. Un lugar donde las estrellas están un
poquito más cerca, y los campos de tabaco se ven lejanos y chiquitos allá
abajo, en el valle, el del Tiétar. Un lugar donde el agua brinca por la
sierra y reposa en charcos, esas pozas donde
puedes darte un baño analgésico de agua fresquita que te calme la chicharrera del pertinaz
sol de agosto. Un sol que se queda embobao horas y horas mirando este pequeño
paraíso en el que anochece a las tantas, en verano.
Un lugar con pueblos cuya arquitectura tradicional de adobe y vigas de madera sigue posando para la foto de los visitantes, en sitios declarados patrimonio de algo o protegidos de algo –tal vez de sí mismos- como Valverde, Villanueva o Garganta de la Olla.
Un lugar con el mejor pimentón del mundo, sí, ese de color rojo-tierra que se ahúma con madera de encinas. Un lugar donde las hierbas y el orégano más aromático del mundo convierten la sierra en una inmensa botica.
Un lugar que un día escogió un ilustre jubilado, el emperador Carlos V, para retirarse allí, en el monasterio de Yuste. El mismo lugar donde a pocos metros descansan, entre olivos, 180 soldados alemanes combatientes de las Guerras Mundiales, que contribuyen a la singularidad de este lugar, al tratarse del único cementerio militar alemán en España.
Un lugar de robles, olivos e higueras, y de huerta generosa, donde te puedes dar un delicioso festín sólo a base de tomates o de higos, en compañía de gentes de palique y abrazo fácil. Gente acostumbrada al ritual de bienvenidas y despedidas de los pueblos emigrantes. Esos que en verano triplican su población y por cuyas calles corretean niños que responden a nombres tan lejanos como Didier, Ainara, Gorka o Brigitte.
Esas calles que se quedan solas en invierno en los pueblos más pequeños, poblados de jubilados que, después de pasarse 40 años en Madrid, Euskadi, Catalunya o Europa, vuelven al paisaje al que siempre pertenecieron. Y ahora, cosas de la vida, ese reencuentro significa también mil y una despedidas, de los hijos, los nietos, el trabajo, y aquél otro paisaje.
Y a esperar una vejez apacible, sin sobresaltos y bien lejos del hormigón, en casas rehabilitadas, con su calefacción y su vitro, donde las paredes se llenan de biografías en blanco y negro y de crónicas de sus primeros adioses. Esas caras que interrogan al fotógrafo como al futuro incierto, los cuellos de camisa arrugados y cerrados hasta el último botón, las manos agarradas al asa de la maleta, caras chupadas, de mandíbula afilada, como de torero.....Y subirse primero al autocar, y luego al tren, y más tarde, mucho más tarde, el metro, ay el metro!, ir bajo tierra, y tragarse el pánico y beber el sudor frío, y morir siete, diez o treinta y siete veces.....
Y soñar con volver. Siempre volver.
¿Será que, como dice no sé quien, la gente pertenece más a paisajes que a países? Será ese, tal vez, el origen de la preciosa palabrita paisanaje?
Para todos los Alonso
Un lugar con pueblos cuya arquitectura tradicional de adobe y vigas de madera sigue posando para la foto de los visitantes, en sitios declarados patrimonio de algo o protegidos de algo –tal vez de sí mismos- como Valverde, Villanueva o Garganta de la Olla.
Un lugar con el mejor pimentón del mundo, sí, ese de color rojo-tierra que se ahúma con madera de encinas. Un lugar donde las hierbas y el orégano más aromático del mundo convierten la sierra en una inmensa botica.
música de Deep Forest & Enigma
Un lugar de robles, olivos e higueras, y de huerta generosa, donde te puedes dar un delicioso festín sólo a base de tomates o de higos, en compañía de gentes de palique y abrazo fácil. Gente acostumbrada al ritual de bienvenidas y despedidas de los pueblos emigrantes. Esos que en verano triplican su población y por cuyas calles corretean niños que responden a nombres tan lejanos como Didier, Ainara, Gorka o Brigitte.
Esas calles que se quedan solas en invierno en los pueblos más pequeños, poblados de jubilados que, después de pasarse 40 años en Madrid, Euskadi, Catalunya o Europa, vuelven al paisaje al que siempre pertenecieron. Y ahora, cosas de la vida, ese reencuentro significa también mil y una despedidas, de los hijos, los nietos, el trabajo, y aquél otro paisaje.
Y a esperar una vejez apacible, sin sobresaltos y bien lejos del hormigón, en casas rehabilitadas, con su calefacción y su vitro, donde las paredes se llenan de biografías en blanco y negro y de crónicas de sus primeros adioses. Esas caras que interrogan al fotógrafo como al futuro incierto, los cuellos de camisa arrugados y cerrados hasta el último botón, las manos agarradas al asa de la maleta, caras chupadas, de mandíbula afilada, como de torero.....Y subirse primero al autocar, y luego al tren, y más tarde, mucho más tarde, el metro, ay el metro!, ir bajo tierra, y tragarse el pánico y beber el sudor frío, y morir siete, diez o treinta y siete veces.....
Y soñar con volver. Siempre volver.
¿Será que, como dice no sé quien, la gente pertenece más a paisajes que a países? Será ese, tal vez, el origen de la preciosa palabrita paisanaje?
Para todos los Alonso
todos los Castaño
todos los Iglesias
todos los Manzano.