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28 enero 2015

Padeces un ‘trastorno por déficit de naturaleza’?

Escribe Mar Abad:

La historia de la humanidad se urbaniza por instantes. El siglo XXI estrena un mundo donde la mayoría de la población vive en ciudades y se aleja masivamente de la naturaleza. Tanto que un niño urbano teme más a una lagartija que al conde Drácula. Tanto que tuvieron que acuñar una palabra tan demencial como ‘biofobia’: miedo a la naturaleza.

La revolución industrial despertó los primeros temores. Muchos pensadores escribieron sobre la distancia que esta nueva forma de entender el mundo provocaría entre los individuos y la naturaleza. Henry David Thoreau oWilliam Morris, entre muchos otros, hablaron de mundos dominados por el mercado y la fealdad. Otros advirtieron de un mundo donde la naturaleza dejaría de ser un hogar para convertirse en un pozo al que expoliar.
Eso fue en la revolución industrial. En la era digital se habla también del llamado ‘trastorno por déficit de naturaleza’ (TDN). Es «una patología que suele aparecer cuando una persona está en desconexión permanente con la naturaleza y que provoca un aumento de estrés y ansiedad», explica el catedrático en psicología ambiental de la Universidad Autónoma de Madrid, José Antonio Corraliza. «El sistema nervioso no está preparado para este alejamiento de la naturaleza y para vivir únicamente en espacios artificiales. La naturaleza proporciona equilibrio y tranquilidad a las personas. En la ciudad ocurre lo contrario. Por eso se satura y siente más violencia en las zonas urbanas».


El periodista Richard Louv inventó el término en 2005. En su libro El último niño de los bosques relataba que en los parques infantiles de EE UU ya no se subían a los árboles ni se rebozaban en el barro. El escritor, como buen norteamericano, acababa de conceptualizar esta nueva costumbre y le dio el nombre que necesitaba para que se expandiera como la pólvora entre la opinión pública.
El TDN supuso una alerta. Muchos padres y educadores de EE UU y Europa empezaron a crear escuelas y actividades para que los niños retomaran el contacto con la naturaleza. Esta patología se relaciona desde entonces con la «obesidad, enfermedades respiratorias, hiperactividad y falta de vitamina D», según Corraliza. Louv lo había dicho en su libro en 2005, y aquí, hoy, el asunto parece ser idéntico.

El catedrático en psicología ambiental y la investigadora Silvia Collado llevan años estudiando cómo afecta el déficit de naturaleza en la población infantil en España. Han visitado centenares de patios de colegios. ‘Patios duros’, donde todo es cemento, y ‘patios blandos’, donde hay algo de vegetación. «Los niños que están permanentemente rodeados de tecnología y que viven en ciudades sin vegetación pueden sentirse mucho más estresados», comenta. «El nivel de ansiedad es menor cuando tienen naturaleza a su alrededor. El contacto con la naturaleza hace que manejemos el estrés mucho mejor y ayuda a prevenir problemas de salud. También hemos comprobado que los niños que viven en la naturaleza desarrollan más su capacidad pulmonar».
Los adultos también necesitan la naturaleza. El mundo urbano está lleno de paredes, muros, puertas, ascensores, trasteros y cientos de espacios reducidos que se han convertido en la mecha de la claustrofobia.
A lo largo de la historia, muchos grandes pensadores, como Nietzsche, salían al bosque en busca de lucidez mental. Deambular por el campo es una técnica milenaria para pensar. «La naturaleza aumenta nuestra capacidad de concentración y de reflexión», indica el catedrático. «Las estampidas al campo que se producen los fines de semana no es una moda. Es una necesidad del sistema nervioso. Tenemos que recuperar la memoria perdida de la naturaleza. La echamos de menos».

Este trastorno volvió a la conversación hace unos meses. La marca de calzado El naturalista recordó que la vida urbana eleva el estrés y que una cierta vuelta a la naturaleza mejora el bienestar de la población.
La lección se repite, a lo largo de la historia, de muchos modos. Este argumento está también en la literatura infantil. En un cuento muy popular que la escritora suiza Johanna Spyri escribió en 1880 sobre una niña llamada Heidi. La pequeña huérfana que vivía con su abuelo en los alpes suizos enfermó cuando se fue a la ciudad y recuperó la salud en cuanto volvió a la montaña. Su amiga Clara, que vivía en la ciudad, postrada en una silla de ruedas, recuperó la movilidad cuando fue a la montaña. Por eso el ‘trastorno de déficit por naturaleza’ también es llamado, en su versión literaria, ‘síndrome de Heidi’.

Thoreau hizo el experimento de volver a la naturaleza. Durante dos años vivió en una cabaña, alejado al máximo de la civilización y allí escribió, en un libro titulado Walden: «¿No tendré inteligencia con la Tierra? ¿Acaso no soy en parte hojas y vegetal? ¿Cuál es la píldora que nos conservará serenos y contentos? No la de mi bisabuelo ni la del tuyo, sino las vegetales y botánicas medicinas universales de la naturaleza, nuestra bisabuela, con las cuales esta se ha conservado siempre joven, ha sobrevivido en su día a tantos longevos y alimentado su salud con su marchita fertilidad. En lugar de esas redomas de curanderos, con sus mixturas extraídas del río Aqueronte y del Mar Muerto, que salen de sus largas carretas semejantes a goletas negras que a veces nos parecen fabricadas para llevar frascos, mi panacea sería recibir una corriente de puro aire matutino. ¡Aire de la mañana! Si los hombres no beben de él en el manantial del día, ¿por qué entonces debemos embotellar algo de ese aire y venderlo en los comercios en beneficio de aquellos que han perdido su billete de suscripción al tiempo matutino en este mundo?».