Escribe Mar Abad:
La historia de la humanidad se urbaniza por instantes. El
siglo XXI estrena un mundo donde la mayoría de la población vive en ciudades y
se aleja masivamente de la naturaleza. Tanto que un niño urbano teme más a una
lagartija que al conde Drácula. Tanto que tuvieron que acuñar una palabra tan
demencial como ‘biofobia’: miedo a la naturaleza.
La revolución industrial despertó los primeros temores.
Muchos pensadores escribieron sobre la distancia que esta nueva forma de
entender el mundo provocaría entre los individuos y la naturaleza. Henry
David Thoreau oWilliam Morris, entre muchos otros, hablaron de mundos
dominados por el mercado y la fealdad. Otros advirtieron de un mundo donde la
naturaleza dejaría de ser un hogar para convertirse en un pozo al que
expoliar.
Eso fue en la revolución industrial. En la era digital se
habla también del llamado ‘trastorno por déficit de naturaleza’ (TDN). Es «una
patología que suele aparecer cuando una persona está en desconexión permanente
con la naturaleza y que provoca un aumento de estrés y ansiedad», explica
el catedrático en psicología ambiental de la Universidad Autónoma de Madrid, José
Antonio Corraliza. «El sistema nervioso no está preparado para este
alejamiento de la naturaleza y para vivir únicamente en espacios artificiales.
La naturaleza proporciona equilibrio y tranquilidad a las personas. En la
ciudad ocurre lo contrario. Por eso se satura y siente más violencia en las
zonas urbanas».
El periodista Richard Louv inventó el término en 2005. En su libro El
último niño de los bosques relataba que en los parques
infantiles de EE UU ya no se subían a los árboles ni se rebozaban en el barro. El
escritor, como buen norteamericano, acababa de conceptualizar esta nueva
costumbre y le dio el nombre que necesitaba para que se expandiera como la
pólvora entre la opinión pública.
El TDN supuso una alerta. Muchos padres y educadores de EE
UU y Europa empezaron a crear escuelas y actividades para que los niños
retomaran el contacto con la naturaleza. Esta patología se relaciona desde
entonces con la «obesidad, enfermedades respiratorias, hiperactividad y
falta de vitamina D», según Corraliza. Louv lo había dicho en su libro en
2005, y aquí, hoy, el asunto parece ser idéntico.
El catedrático en psicología ambiental y la investigadora
Silvia Collado llevan años estudiando cómo afecta el déficit de naturaleza en
la población infantil en España. Han visitado centenares de patios de colegios.
‘Patios duros’, donde todo es cemento, y ‘patios blandos’, donde hay algo de
vegetación. «Los niños que están permanentemente rodeados de tecnología
y que viven en ciudades sin vegetación pueden sentirse mucho más estresados»,
comenta. «El nivel de ansiedad es menor cuando tienen naturaleza a su
alrededor. El contacto con la naturaleza hace que manejemos el estrés mucho
mejor y ayuda a prevenir problemas de salud. También hemos comprobado que los
niños que viven en la naturaleza desarrollan más su capacidad pulmonar».
Los adultos también necesitan la naturaleza. El mundo urbano
está lleno de paredes, muros, puertas, ascensores, trasteros y cientos de
espacios reducidos que se han convertido en la mecha de la claustrofobia.
A lo largo de la historia, muchos grandes pensadores, como
Nietzsche, salían al bosque en busca de lucidez mental. Deambular por el campo
es una técnica milenaria para pensar. «La naturaleza
aumenta nuestra capacidad de concentración y de reflexión», indica el
catedrático. «Las estampidas al campo que se producen los fines de semana no es
una moda. Es una necesidad del sistema nervioso. Tenemos que recuperar la
memoria perdida de la naturaleza. La echamos de menos».
Este trastorno volvió a la conversación hace unos meses. La
marca de calzado El
naturalista recordó que la vida urbana eleva el estrés y que una
cierta vuelta a la naturaleza mejora el bienestar de la población.
La lección se repite, a lo largo de la historia, de muchos
modos. Este argumento está también en la literatura infantil. En un cuento muy
popular que la escritora suiza Johanna Spyri escribió en 1880 sobre una niña
llamada Heidi.
La pequeña huérfana que vivía con su abuelo en los alpes suizos enfermó cuando
se fue a la ciudad y recuperó la salud en cuanto volvió a la montaña.
Su amiga Clara, que vivía en la ciudad, postrada en una silla de ruedas,
recuperó la movilidad cuando fue a la montaña. Por eso el ‘trastorno de déficit
por naturaleza’ también es llamado, en su versión literaria, ‘síndrome de
Heidi’.
Thoreau hizo el experimento de volver a la naturaleza.
Durante dos años vivió en una cabaña, alejado al máximo de la civilización y
allí escribió, en un libro titulado Walden: «¿No tendré
inteligencia con la Tierra? ¿Acaso no soy en parte hojas y vegetal? ¿Cuál es la
píldora que nos conservará serenos y contentos? No la de mi bisabuelo ni la del
tuyo, sino las vegetales y botánicas medicinas universales de la naturaleza,
nuestra bisabuela, con las cuales esta se ha conservado siempre joven, ha
sobrevivido en su día a tantos longevos y alimentado su salud con su marchita
fertilidad. En lugar de esas redomas de curanderos, con sus mixturas extraídas
del río Aqueronte y del Mar Muerto, que salen de sus largas carretas semejantes
a goletas negras que a veces nos parecen fabricadas para llevar frascos, mi
panacea sería recibir una corriente de puro aire matutino. ¡Aire de la mañana!
Si los hombres no beben de él en el manantial del día, ¿por qué
entonces debemos embotellar algo de ese aire y venderlo en los comercios en
beneficio de aquellos que han perdido su billete de suscripción al tiempo
matutino en este mundo?».