€®O$. La superproducción de los afectos. Eloy
Fernández Porta. Premio Anagrama de Ensayo, 2010.
El año pasado leí
este curioso ensayo-mélange sobre eso del ars
amandi y el mundo relacional posmo, cuya tesis central gira entorno al llamado
‘capitalismo emocional’ y su expresión
en la literatura, la música, el cine, la
publi, el arte, la tele, etc. El autor aborda el asunto con cierto desparpajo,
ayudado por un lenguaje donde mezcla
anglicismos cañís con profundas reflexiones semióticas que a ratos te
dejan algo aturdida francamente. Mélange de lite, música, cine, poesía, filosofía, sociología, humor y sátira, con apabullante derroche enciclopédico, dominio de la cultura pop y el manejo de una
extensa e interesante bibliografía.
Tirando del hilo,
curioseé las 69 love songs de los Magnetic Fields, cuyas letras afirma el
autor que representan mejor que nadie el ars amandi actual, con canciones como The death of Ferdinand de Saussure
(cielos sí, aquél tormento semiótico) o este Fucking romantic. Merritt , el líder del grupo, advirtió
que 69 Love Songs no es ni remotamente un álbum sobre el amor. Es un disco de
canciones de amor, muy lejos de cualquier cosa que ver con el amor". Pues
eso.
"Siempre que seducimos lo hacemos en el espectáculo y nos hacemos espectáculo.
Ese es el primer
rasgo ovidiano de la idea de la seducción en nuestros días. Al avistar a un
posible objetivo -al enamorarnos- nos volvemos, cantaba David Byrne, «estrellas
de nuestra propia película», en la esperanza de que su guión coincida con el de
la persona deseada. Ese show se desarrolla ante un público selecto -selección
màxima. un solo espectador--, pero se formula como si tuviera que ser
contemplado por otros, y en general así es: solemos ser ovidianos al escoger
sitios públicos para ligar, y suponemos, ovidianamente, que, aunque no haya un
método infalible, sí existen prácticas más recomendables que otras. El circo no
es un locus amoenus; precisamente porque está abarrotado sirve como escenario.
Este punto lo ha actualizado Kluge (...) “Para enamorarse hay que
estar en compañía (llegado el caso, en compañía de las masas que por la tarde
pisotean la playa), es decir, adaptar las debilidades a todas las demás. El
momento siguiente, cuando los dos se quedan a solas, adquiere su sólida estática de la anterior presencia de
los otros. En este sentido, dice el ergonomista
Dietmar Knoche, el amor es un producto social, el producto de una afortunada
casualidad: dos personas derriban las barreras defensivas y, al mismo tiempo,
oscilan al ritmo de los demás”.
«Oscilar al ritmo de los demás»: (...) el fervor
que les rodea les contagia, y lo usan para construir su relación. Ante un
espacio público para la circulación del deseo, como una discoteca, un teórico
del deseo diría que ése sólo es un lugar entre muchos donde expresar las
emociones, que se bastan a sí mismas. En cambio, un construccionista aducirá
que el deseo no debe ser una fuerza especialmente poderosa si para desencadenarla
es preciso poner techno a todo trapo, subir la temperatura de la sala a
treinta grados, vestirse como un gato en celo, beber como un cosaco, drogarse
como un arquitecto y, en fin, generar un clima a la vez ultramoderno y primitivista
que es lo mis alejado del «deseo puro» que
pensarse pueda. Lo que ocurre en esos espacios es que la cultura de la época
-musical, textil, referencial, relacional-se pone en escena de un modo
expresivo, para así acoger el sexo entendido como «momento primitivo generado
por una cultura ultramoderna». Esto presupone que las discotecas son entendidas
como locus de la modernidad para un estrato de la población determinado,
sin reparar en cuán modernas sean de veras. Así, Ovidio nos ofrece el antídoto
perfecto contra algunos idealismos esencialistas del enamoramiento, que dan por
sentado que «antes» la gente se besaba en un vacío semiótico, que no había
tantas imágenes que nos distrajeran de la relación en cuanto tal o que
la condicionaran. Las imágenes que nos rodean -y la música-no nos distraen:
debemos partir de ellas y reordenarlas como protocolo indispensable para llegar
al otro.
Si
la seducción es la modalidad superior de la pulsión publicitaria, ello implica
que en ese momento, a la hora señalada, se ponen sobre el tapete todos los
recursos del género. Esto incluye los recursos directos e inocentes que
identificamos con la publicidad clásica, pero también las formas encubiertas y
solapadas de venderse. Ahí entra la contrapublicidad. Quien se promociona descarta
otras marcas: cómprame a mí, no a ese otro; olvida al otro, mírame a mí.
El discurso seductor incorpora también la autocrítica, siquiera simulada: aparentemente exponemos algunos defectos de fábrica del producto, aunque en la práctica queramos indicar sus virtudes. Esa autocrítica se manifiesta, entre otros casos, en las confesiones sobre relaciones rotas o disfuncionales. Lo que se dice en modo confesional es que se realizaron trabajos de amor perdidos o elecciones equivocadas; en muchos casos el autorretrato del ligón podría indicar que éste es incapaz de mantener una relación digna de tal nombre. Si un consumidor afectivo ingenuo tomara al pie de la letra esas cuñas contrapublicitarias saldría huyendo. Y lo peor del caso es que la contrapublicidad no siempre es engañosa. Cuando el seductor como publicista enuncia un defecto propio lo hace, a la manera de los poetas que cantan al dinero, con la esperanza de que esa confesión sea interpretada como un gesto de falsa modestia y como una apelación a la complicidad. Pero si la relación sale adelante y surgen conflictos relacionados con ese defecto, entonces simulará que cuando lo enuncio lo decía en serio, y no pa ligar, y declarará que su pareja ya estaba advertida –en el sentido inglés del término advertised-. Lo vemos en la película de Fernando León Princesas, donde la protagonista se ve envuelta en un flirteo, y cuando el seductor le pregunta a qué se dedica, ella responde: "Soy puta". Pero el seductor, que es ovidiano, toma esa sincera dedaración por contrapublicidad humorística y sigue adelante con el proceso, al término del cual se encuentra saliendo con una mujer cuya profesión ignora, aunque ella se lo ha dicho. Ella, por su parte, sigue en la relación sin insistir en el asunto: se ha acogido al derecho a considerar que su contrapublicidad sincera consta en acta.
El discurso seductor incorpora también la autocrítica, siquiera simulada: aparentemente exponemos algunos defectos de fábrica del producto, aunque en la práctica queramos indicar sus virtudes. Esa autocrítica se manifiesta, entre otros casos, en las confesiones sobre relaciones rotas o disfuncionales. Lo que se dice en modo confesional es que se realizaron trabajos de amor perdidos o elecciones equivocadas; en muchos casos el autorretrato del ligón podría indicar que éste es incapaz de mantener una relación digna de tal nombre. Si un consumidor afectivo ingenuo tomara al pie de la letra esas cuñas contrapublicitarias saldría huyendo. Y lo peor del caso es que la contrapublicidad no siempre es engañosa. Cuando el seductor como publicista enuncia un defecto propio lo hace, a la manera de los poetas que cantan al dinero, con la esperanza de que esa confesión sea interpretada como un gesto de falsa modestia y como una apelación a la complicidad. Pero si la relación sale adelante y surgen conflictos relacionados con ese defecto, entonces simulará que cuando lo enuncio lo decía en serio, y no pa ligar, y declarará que su pareja ya estaba advertida –en el sentido inglés del término advertised-. Lo vemos en la película de Fernando León Princesas, donde la protagonista se ve envuelta en un flirteo, y cuando el seductor le pregunta a qué se dedica, ella responde: "Soy puta". Pero el seductor, que es ovidiano, toma esa sincera dedaración por contrapublicidad humorística y sigue adelante con el proceso, al término del cual se encuentra saliendo con una mujer cuya profesión ignora, aunque ella se lo ha dicho. Ella, por su parte, sigue en la relación sin insistir en el asunto: se ha acogido al derecho a considerar que su contrapublicidad sincera consta en acta.
Al resumir nuestra vida
sentimental en versión apta para objeto de seduccíón, reinterpretamos
nuestros defectos de tal modo que se conviertan en cualidades fotogénicas y
dejamos al albur del otro la construcción del significado (...)
El seductor como publicista se
presenta a sí mismo en forma contrapublicitaria, pero el efecto de inversión es
tal que él mismo puede llegar a tomar su propia voz contrapublicitaria
por verdad. El factor contrapublicitario de la seducción lo apunta Ovidio al
explicar cuales deben ser las primeras palabras del contacto: En el instante
decisivo, «palabras triviales»; ante el objeto de mi interés, simular «interesarme
por los caballos»; en el anhelo, indiferencia. Oculto mi subjetividad, justo en
el instante en que mas subjetivo me siento. y empiezo a formular mis sentimientos
profundos en frases banales, de una banalidad determinada por el género -la
mujer que se hace la tonta, el hombre que se hace el bobo, cada quien con la
memez que corresponde a su sexo-. A la luz de los postulados posmodernos no
podemos sino ceder a la impresión de que el régimen simbólico del amor siempre
ha sido posmoderno avant la lettre: (...)
Los
pálpitos, los temores, el anhelo y la ruptura del protocolo de distancia (...) Pero eso no
debe notarse.(...) rituales de aproximación. ¿Cómo empezar ese ritual?
¿Es cierto que debemos afrontarlo de manera inopinada, como quien no quiere la
cosa, o es mejor apostarlo todo a un golpe de ingenio? Esa llamada primaria,
¿cómo se relaciona con la autoconciencia de ambos, con el presupuesto según el
cual las «palabras triviales» sólo son una excusa para llegar al catre? En
ninguna ocasión se hace tan patente el problema que Bourdieu llamó «el tabú del
interés» (no puedo decir que quiero follar) y, con él, «el tabú de la
explicitud» (no podemos admitir que estamos ligando). ¿Hay una manera propia de
nuestra época de afrontar este problema?
Una primera respuesta viene del lado de las
políticas del feminismo conservador. Algunas de ellas reconocen este problema,
aunque no se remitan a esa fuente originaria, y proponen un ars amandi fundado
en la pacificación de los géneros. Esa praxis estaría basada en el principio
«No des un paso si no oyes una señal». El principio presupone que es el hombre
quien sigue dando el primer paso, y que no puede ponerle la mano encima a la
mujer si no ha recibido un signo inequívoco.
La propuesta es una réplica a problemas de
género muy graves y no puede tomarse a la ligera, pero quizá sí pueda revisarse
conceptualmente. Lo hizo Zizek en uno de sus comentarios, en que arguyó que:a)Ese
principio «protocolario» se da de bruces con demasiadas situaciones prácticas
en que la aceptación manifiesta no se requiere.b) También pasa por alto que
en el proceso seductivo se da una preeminencia del lenguaje no verbal. Quien
necesita «pedir permiso» no ha comprendido el discurso no verbal del proceso,
en e! cual la decisión ya se ha tomado o esta en trance de tomarse. Quien
acepta que le pregunten: «¿Puedo desabotonarte la blusa?», se arriesga a oír:
«Y, ahora, ¿puedo volver a abotonarte la blusa?» Con blusas o sin ellas, queda
claro que la réplica al problema de la violencia sólo puede ser planteada desde
el ámbito mismo de la estética. Vivimos, en efecto, en una cultura del espectáculo,donde la violencia es uno de los motores de
la imaginería popular -en buena hora, diría Paglia-, pero también, en alguna
medida, en una cultura que parece haber superado la clásica noción de
espectacularidad ideológica.
(...)
Si la seducción empieza en el circo y se formula
como interrupción publicitaria, la respuesta al problema práctico sólo puede ser antiespectacular. El
dilema del seductor que busca las palabras idóneas es análogo al del autor
que trata de atrapar al espectador con
el primer párrafo de su texto o la secuencia inicial de su película. Debe pensar, con Ovidio, que todos los
lectores son conquistables -y, con Barthes, que el deseo del lector tendrá
recompensa. La importancia que la tratadística amorosa
otorga a la primera impresión no se reduce a la atracción física. Ovidio
presupone una estructura de comunicación en que el hombre realiza el primer
movimiento y la mujer reacciona. No hace falta decir que en nuestra época ese
presupuesto genérico no es imperativo pero sigue siendo un factor a considerar en
qué medida ese primer movimiento se percibe como «intrínsecamente masculino».
El factor que prevalece, intocado, desde la época ovidiana, es la estructura estética del momento de
aproximación. No es posible una doble aproximación simultánea, en que los dos
interesados se interrumpan dando el primer paso. Alguien tiene que hablar
primero. De ese modo, el momento inaugural se formula como representación
teatral, en que hay un actor y un espectador. Este no se limita a escuchar a un
desconocido que habla, sino que interpreta la situación como el principio in
medias res de una representación tal que la imagen del otro, y sus palabras,
aparecen, de buen principio, vehiculadas por el movimiento seductor. Responder
a ese primer acto equivale a intervenir en la obra, cambiar el guión y, sobre rodo,
dar la contrapartida al movimiento inicial. Cualquiera que sea la respuesta, representara
un paso desde la posición de espectador a la de actor.De ahí que un posible rechazo, por brusco que
fuere, no pueda interpretarse literalmente no sólo porque el otro albergue esperanzas,
sino porque no hay metadiscurso que diga con seguridad que ese movimiento no es
teatral que sucede mas allá de la estetización afectiva de la realidad. Desde
este punto de vista, el único rechazo operativo sería la violencia física como conculcación
inmediata de la violencia simbólica del momento inicial.
Y SIGUE....
Las primeras páginas de este capítulo están publicadas por el autor en: http://www.elcultural.es/noticias/LETRAS/579/Capitulo_de_Ero$